Mons. Flock: «Los cristianos liberan, primero el alma, luego la sociedad”
Prensa CEB 17.04.2023.- “Cuando se busca primero el Reino de Dios y su Justicia, todo lo demás viene como añadidura», remarcó Mons. Robert Flock, obispo de la Diócesis de San Ignacio de Velasco en la reflexión dominical de este 16 de abril, a propósito del Evangelio de Juan (20, 19-31) que narra la aparición de Jesús a los discípulos y la incredulidad de Tomás.
Homilía de Mons. Robert Flock
Obispo de la Diócesis de San Ignacio de Velasco
Segundo Domingo de Pascua — 16 de abril del 2023 Domingo de la Divina Misericordia
«¡Señor, mío, y Dios mío!»
«Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré.» Las condiciones que puso Santo Tomás para creer lo que decían los demás discípulos: de haber visto a Señor, no solamente expresa su incredulidad frente a algo tan extraordinario, como es la resurrección, sino quiere comprobar que se trata del mismo Jesús que había sido clavado a la cruz, y no alguna persona de apariencia similar. Hoy quizás exigiría reconocimiento de firmas y huellas digitales. En todo caso, Jesús cumplió con lo que pidió su amigo, y este respondió, no solamente reconociendo la identidad del Resucitado como el mismo Jesús de Nazaret que le había elegido como Apóstol; lo proclamó: «¡Señor, mío, y Dios mío!».
Las dudas de Tomás eran razonables, aunque había sido testigo de los milagros de Jesús, incluyendo la resurrección del joven en Naim, de la Niña de doce años, y del Lázaro de Betania. Quizás ellos no murieron de verás; quizás Lázaro estaba en un coma los cuatro días en su tumba. Ninguno de ellos fue crucificado; a ninguno de ellos se les había traspasado el corazón con una lanza, precisamente para asegurar su muerte. Jesús en cambio sufrió una ejecución pública con muchos testigos, entre ellos los soldados, las mujeres y el discípulo amado.
Tomás, pues, fue uno de los que había huido, por el temor de sufrir lo mismo que Jesús.
Entonces, cuando Jesús apareció a los discípulos, lo primero que les dice es: «La paz esté con ustedes». Con esto les quita la angustia por su cobardía. Les comunica su comprensión y su confianza. Segundo, les mostró sus manos y su costado. Según el Evangelio de San Lucas, les dijo: «Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo» (24,39). Las marcas de su pasión no dan lugar a dudas. Es Jesús. Aparte de esto, come y bebe con ellos. Los discípulos de Emaús lo reconocieron en la fracción del pan. Compartió un desayuno en las orillas del Mar de Galilea con los discípulos que volvieron a su oficio de pescadores.
Jesús no dudó en decirle a Tomás: «No seas incrédulo, sino que seas creyente». Pero Jesús no pide una fe ciega. Durante la Última Cena Jesús adelantó que uno de los doce lo traicionaría, que Pedro le iba a negar, que todos sería sacudidos en su fe y confianza, escandalizados. Y explicó: «Les digo esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy» (Jn 13,19). También les dijo de antemano en varias ocasiones que sería crucificado y que iba a resucitar. Los Evangelios dicen que los discípulos no comprendieron.
¿En qué se basa nuestra fe en Cristo Resucitado? ¿Qué tan fundada es? ¿Creemos lo mismo que Santo Tomás al decir: «¡Señor mío y Dios mío!». ¿Estamos dispuestos a apostar nuestra vida por esa fe como hicieron los apóstoles?
De repente te gustaría tener la misma experiencia que Santo Tomás y los demás Apóstoles cuando Jesús apareció a ellos. Pero si fuese el caso, seguramente todo el mundo te tomaría como loco. Pues es mucho más probable que las personas tengan alucinaciones que auténticas experiencias de apariciones de Jesús y los Santos. Celebramos las apariciones de la Virgen María en Lourdes, Fátima y Guadalupe, pero estos acontecimientos, además de muy raros, han sido acompañados de signos especiales, de milagros de sanación, y de duras pruebas para los videntes.
Sin embargo, Jesús dijo: «yo estoy con ustedes, todos los días, hasta el final de los tiempos». «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ustedes». A los discípulos de Emaús, les hizo arder el corazón al explicarles las Escrituras; a mí me pasaba lo mismo con los estudios de la Biblia y de teología. Ellos también lo reconocieron en la fracción del pan, y es evidente que Jesús nos dio la Eucaristía para que nos reunamos en su nombre, para que comprendamos las Escrituras, para que lo reconociéramos al compartir el Pan de la Vida, y para que, creyendo en él, tengamos vida en abundancia.
Tenemos dos mil años de historia como Iglesia, proclamando a Cristo Resucitado. En todas las épocas ha habido santos y mártires. Los hay ahora también. Nuestra fe ha sido cuestionada pero jamás comprobada falsa. No faltan escándalos, porque todos somos pecadores que necesitan redención y Divina Misericordia. El milagro es que, a pesar del pecado y el persistente mal en el mundo y hasta escándalos, y a pesar de las persecuciones y los ataques de quienes todavía no aman a Cristo, no existe institución que haga mayor bien en el mundo que la Iglesia Católica con las demás iglesias cristianas. En tierras de misión las primeras escuelas y los primeros hospitales siempre han sido fundados por las personas que dicen a Cristo Jesús «¡Señor mío y Dios mío!».
En cambio, los que siembran la violencia, son los maquiavélicos del dinero y del poder. Socialistas, Comunistas, Fascistas, y narcotraficantes (el negocio más capitalista que hay). Al fin de cuentas son iguales. Esclavizan y matan, porque no pueden llevar adelante sus planes sin controlar a los demás.
Los cristianos liberan, primero el alma, luego la sociedad, porque cuando se busca primero el Reino de Dios y su Justicia, todo lo demás viene como añadidura.
Si todavía tienes dudas, haz como Santo Tomás. Di lo que necesitas para poder creer en el Resucitado. De repente, podrás palpar su sagrado corazón, experimentar su divina misericordia y proclamar con gozo: «¡Señor mío y Dios mío!».