¡Basta de violencia, odio y rencores! Pide Mons. Gualberti desde la Catedral
Prensa CEB 22.05.2022.- ¡Basta de violencia, odio y rencores! ¿Cuándo nos convenceremos que sólo a través del diálogo abierto y sincero y de la concertación se solucionan los problemas? No echemos a perder el don de la paz que el Señor nos ha dado, pidió Mons. Sergio Gualberti desde la Catedral.
Así mismo exhortó a todo el pueblo de Dios a ser constructores de paz verdadera, comenzando desde nuestra familia y en todos los ámbitos donde nos movemos, una paz que se cimienta sobre el respeto y la sacralidad de toda persona y de la vida, sobre los auténticos valores humanos y cristianos de la libertad, la verdad, el amor, la justicia y la solidaridad. Pongamos todos nuestros esfuerzos, para que el don de la paz, dé frutos abundantes y duraderos de armonía y bienestar para nuestro país y el mundo entero. “Les dejo la paz, les doy mi paz”.
Durante todo este tiempo pascual, la liturgia de la Palabra nos ha ido presentando el libro de los Hechos de los Apóstoles, donde se describe el surgir de las primeras comunidades cristianas, integradas por judíos y paganos convertidos a Jesucristo.
También nos ha hecho conocer la labor misionera de los apóstoles más allá de las fronteras de Israel. El texto de hoy, justamente, nos habla de un problema al interior de la incipiente comunidad cristiana en Antioquía, una ciudad pagana, donde habían llegado unos cristianos de origen judío, que exigían a los paganos hacerse judíos, como condición previa para bautizarse y hacerse cristianos.
“El Espíritu Santo y nosotros mismos hemos decidido”. Estas palabras denotan que la primera comunidad cristiana tenía una conciencia cierta de la actuación del Espíritu Santo en su interior. Esa experiencia de la comunidad unida en oración y asistida por el Espíritu Santo bajo la guía de los apóstoles, se volvió desde ese día el modelo de cómo tratar los problemas de la Iglesia a lo largo de toda su historia. Ese evento se lo reconoció como el “Concilio de Jerusalén”, el primero de tantos otros hasta el Concilio Vaticano II del siglo pasado.
El alma de la Iglesia es el Espíritu Santo, Él la alienta, la guía y la fortalece
La presencia del Espíritu Santo en ese trance tan delicado, hizo realidad la promesa de Jesús a los apóstoles en la última cena, como nos relata el evangelio de hoy: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho”. “El Paráclito”, es decir “el Consolador, el defensor” es el don que el Padre, en nombre de Cristo Resucitado, ha enviado al Pueblo de Dios para que comprenda las enseñanzas de Jesús en su sentido verdadero y lo mantenga fiel en el cumplimiento de su Palabra.
El alma de la Iglesia es el Espíritu Santo, Él la alienta, la guía y la fortalece, así como a los bautizados, para que seamos fieles discípulos de Jesús, vivamos en comunión, demos testimonio de la vida nueva y anunciemos la alegría del Evangelio a todo el mundo.
El Espíritu Santo nos ayuda a acoger la invitación del Señor a amarlo y a tener fe en su Palabra: “El que me ama será fiel a mi Palabra”. Solo por el Espíritu Santo podemos amar al Señor y, sobre todo, dejarnos amar por Él que quiere vivir en cada uno de nosotros: “Iremos a él y habitaremos en él”.
Depende de nosotros acoger y permitir al Espíritu de Dios habitar en nosotros para que demos frutos abundantes de fe, esperanza y caridad.
Jesús nos deja su paz, como a decir: “la paz es de ustedes y está en ustedes”. Paz que es plenitud de las bendiciones de Dios y alegría por su presencia en nuestra vida personal y en la vida de la Iglesia; la paz de las relaciones nuevas con Dios y con el prójimo, fundadas sobre el amor y la comunión.
“Mi paz no es como la del mundo”. La paz del mundo a menudo es fruto de un equilibrio de fuerzas, cuando no es la paz del cementerio, resultado de la opresión, de la violencia y de la guerra. Ante nuestros ojos en estos días están las crueles y brutales imágenes de las víctimas de las guerras en países como Ucrania y el emirato de lo Yemen, pero también de las divisiones, las peleas y los enfrentamientos en nuestro país. Pensemos tan solo a las cuatro jóvenes muertas en la Universidad Tomás Frías de Potosí, y a los dos campesinos muertos en Tinguipaya, todos víctimas de una lucha por privilegios y el poder.
Homilía de Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo – Administrador Apostólico de Santa Cruz/22/05/2022
Durante todo este tiempo pascual, la liturgia de la Palabra nos ha ido presentando el libro de los Hechos de los Apóstoles, donde se describe el surgir de las primeras comunidades cristianas, integradas por judíos y paganos convertidos a Jesucristo.
También nos ha hecho conocer la labor misionera de los apóstoles más allá de las fronteras de Israel. El texto de hoy, justamente, nos habla de un problema al interior de la incipiente comunidad cristiana en Antioquía, una ciudad pagana, donde habían llegado unos cristianos de origen judío, que exigían a los paganos hacerse judíos, como condición previa para bautizarse y hacerse cristianos.
Esa exigencia amenazaba con desvirtuar el misterio mismo de la salvación y ponía interrogantes fundamentales: ¿para salvarse, había que observar la ley de Moisés o tener fe en Jesucristo? ¿Era necesario integrarse al pueblo judío de la Antigua Alianza o a la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios? ¿La comunidad cristiana debía reducirse a un grupo nacionalista o convertirse en Iglesia universal?
Esa posición provocó la fuerte reacción de Pablo y Bernabé que se encontraban en esa ciudad para afianzar a la comunidad de los convertidos a Cristo, el único Señor y salvador de todos: judíos y paganos sin distinción alguna.
Para solucionar esa grave controversia, la comunidad de Antioquía decidió enviar a Jerusalén a Pablo, Bernabé y otros dos miembros de la comunidad, para tratar esa cuestión con los apóstoles. Llegados a esa ciudad, los apóstoles y la comunidad entera se reunieron en asamblea en un clima de oración y comunión fraterna.
Pablo y Bernabé expusieron el problema y, después de un largo compartir entre los presentes, de común acuerdo decidieron que, a los paganos, no se debía exigir ese requisito para hacerse cristianos. Esa condición fue plasmada en un escrito, la primera carta apostólica caracterizada por una clara expresión de la libertad de espíritu en Cristo: “El Espíritu Santo y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles ninguna carga más que las indispensables”.
“El Espíritu Santo y nosotros mismos hemos decidido”. Estas palabras denotan que la primera comunidad cristiana tenía una conciencia cierta de la actuación del Espíritu Santo en su interior. Esa experiencia de la comunidad unida en oración y asistida por el Espíritu Santo bajo la guía de los apóstoles, se volvió desde ese día el modelo de cómo tratar los problemas de la Iglesia a lo largo de toda su historia. Ese evento se lo reconoció como el “Concilio de Jerusalén”, el primero de tantos otros hasta el Concilio Vaticano II del siglo pasado.
La presencia del Espíritu Santo en ese trance tan delicado, hizo realidad la promesa de Jesús a los apóstoles en la última cena, como nos relata el evangelio de hoy: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho”. “El Paráclito”, es decir “el Consolador, el defensor” es el don que el Padre, en nombre de Cristo Resucitado, ha enviado al Pueblo de Dios para que comprenda las enseñanzas de Jesús en su sentido verdadero y lo mantenga fiel en el cumplimiento de su Palabra. El alma de la Iglesia es el Espíritu Santo, Él la alienta, la guía y la fortalece así como a los bautizados, para que seamos fieles discípulos de Jesús, vivamos en comunión, demos testimonio de la vida nueva y anunciemos la alegría del Evangelio a todo el mundo.
La 2a lectura del libro de Apocalipsis nos habla justamente de esta obra del Espíritu Santo, a través de la imagen hermosa de la nueva Jerusalén, la ciudad que desciende del cielo en medio de un gran resplandor. Esa imagen es la representación simbólica de la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, anticipación de la ciudad eterna y celestial, la meta última que nos espera al final de los tiempos.
Conforme a esa visión, en el nuevo Pueblo de Dios conviven las doce tribus de Israel, representadas por las doce puertas de la ciudad y todas las naciones del mundo significadas por las tres puertas abiertas en los cuatro puntos cardenales. El Nuevo Pueblo de Diosa se va edificando sobre los cimientos de las doce piedras de los apóstoles de Cristo y no necesita la luz del sol, porque ahora es el Espíritu Santo que lo ilumina y guía por los caminos y sucesos de la historia.
El Espíritu Santo nos ayuda a acoger la invitación del Señor a amarlo y a tener fe en su Palabra: “El que me ama será fiel a mi Palabra”. Solo por el Espíritu Santo podemos amar al Señor y, sobre todo, dejarnos amar por Él que quiere vivir en cada uno de nosotros: “Iremos a él y habitaremos en él”.
Estas palabras nos sorprenden y nos llenan de alegría y esperanza: la morada de Dios ya no es un templo o santuario físico, sino el Pueblo de Dios, la Iglesia viva y cada uno de nosotros bautizados. Depende de nosotros acoger y permitir al Espíritu de Dios habitar en nosotros para que demos frutos abundantes de fe, esperanza y caridad.
Jesús resucitado no se conforma solo con darnos el don del Espíritu Santo, también nos regala otro don: “Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo”.
Jesús nos deja su paz, como a decir: “la paz es de ustedes y está en ustedes”. Paz que es plenitud de las bendiciones de Dios y alegría por su presencia en nuestra vida personal y en la vida de la Iglesia; la paz de las relaciones nuevas con Dios y con el prójimo, fundadas sobre el amor y la comunión.
“Mi paz no es como la del mundo”. La paz del mundo a menudo es fruto de un equilibrio de fuerzas, cuando no es la paz del cementerio, resultado de la opresión, de la violencia y de la guerra. Ante nuestros ojos en estos días están las crueles y brutales imágenes de las víctimas de las guerras en países como Ucrania y el emirato de lo Yemen, pero también de las divisiones, las peleas y los enfrentamientos en nuestro país. Pensemos tan solo a las cuatro jóvenes muertas en la Universidad Tomás Frías de Potosí, y a los dos campesinos muertos en Tinguipaya, todos víctimas de una lucha por privilegios y el poder.
¡Basta de violencia, odio y rencores! ¿Cuándo nos convenceremos que sólo a través del diálogo abierto y sincero y de la concertación se solucionan los problemas? No echemos a perder el don de la paz que el Señor nos ha dado.
Por el contario, seamos constructores de paz verdadera, comenzando desde nuestra familia y en todos los ámbitos donde nos movemos, una paz que se cimienta sobre el respeto y la sacralidad de toda persona y de la vida, sobre los auténticos valores humanos y cristianos de la libertad, la verdad, el amor, la justicia y la solidaridad. Pongamos todos nuestros esfuerzos, para que el don de la paz, dé frutos abundantes y duraderos de armonía y bienestar para nuestro país y el mundo entero. “Les dejo la paz, les doy mi paz”. Amén
Fuente: https://campanas.iglesiasantacruz.org/